e imaginé andando apresurado, apartando a la gente que caminaba en sentido contrario.

 

Algunas caras eran familiares, y otras me sonaban de haberme cruzado con ellas en algún momento de mi vida. Ni siquiera me miraban. Conocía su forma de pensar de la misma forma que ellos me ignoraban a mi, y aquello no me importó. Al contrario, me gustó: a pesar de no conocer ni reconocer nada - o muy poco - de lo que veía, llevé el ratón a la esquina superior izquierda. Pinché en aquel icono de la manzana y supe por fin donde me encontraba, sin dejar de parecerme extraño. Estaba en un Macintosh Performa. Al instante, alguna de aquellas caras desconocidas se giraron hacia mi... y alguna sonrió.

 

Yo defendía siempre la idea de que la tecnología debía ser también emocional. No sólo por la propia idea de posesión material de un dispositivo, sino por el fantástico hecho de que es una herramienta que amplifica lo que somos, que aporta inercia a lo que podemos llegar a ser. Aquellas charlas largas con amigos que pensaban que yo hablaba de marcas, cuando de lo que yo hablaba era de emociones. Cuantas veces he defendido eso en un café por la mañana, o delante de 100 personas en alguna charla. Y no es importante que se convenzan de lo que digo, de lo que decimos, tan sólo que entiendan lo que intentamos decir.

 

Mientras conducía una noche pensé lo mucho que me gustaba escribir sobre ésto en mi blog personal, pero necesitaba ir un paso más allá: no podía hablar de emociones sin emocionarme hablándolo, y había demasiada gente a la que contarlo. Los día siguientes estuve montando mentalmente un podcast sobre mi pasión para alcanzar de forma más personal a quien quisiera escucharme. Recuerdo perfectamente la primera vez que me senté con el micrófono delante, en una época en la que Apple aún no era lo que es hoy. Aquel día ya no andaba en dirección contraría, me di cuenta que comenzaba a correr. Y que tenía la mirada fija en el horizonte.

 

Cuando entré al lugar del evento, no tuve que investigar mucho. Había dos personas por cada fila: izquierda para invitados, derecha para medios. Me colgué en el cuello el badge que me acreditaba para dirigirme a la fila derecha, y mientras me acercaba a mi asiento, iba sacando de mi maletín mi MacBook Pro. Una voz indicó que la presentación estaba a punto de comenzar, las luces bajaron y yo miré al frente. Creo que sonreí. Era mi primera keynote como asistente.

 

Cada aspecto de lo que hacemos se refleja en cómo actuamos. En la primera vez que nos fijamos en un detalle, en cómo pensamos que las cosas pueden mejorarse, o en como hemos mejorado si miramos atrás y vemos de donde venimos. Hay ciertos momentos - todos lo sabéis - que se quedan grabados en este pequeño ADN tecnológico que todos los que lean ésto comparten. El mío fue la primera vez que, enseñando un dispositivo con pantalla táctil, conseguí arrancar una mirada de extraordinaria incredulidad. “Esto es un iPhone”. Era 2007 y todos sabéis de lo que hablo.

 

Sentimos cada momento. Yo sentí ese sabiendo que era algo que jamás olvidaría, y si hubiera podido detener el tiempo, lo hubiera parado ahí. Hubiera apartado mi portátil, me hubiera levantado del asiento y hubiera recorrido aquella enorme estancia como quien atraviesa un sueño sabiendo perfectamente lo que es. Aquella sala, que podría haber dibujado porque llevaba viéndola años, era el reflejo de lo que esperaba: la pasión por los detalles, las caras del público mirando la última sorpresa presentada, la posibilidad de probar después todo aquello que estaba maravillando al mundo. Me gustó imaginarme en un escenario inerte y yo recorriéndolo, que era lo que al fin y al cabo siempre esperamos cuando alcanzamos algo.

 

Nunca había tocado un Macintosh. Pero esa sensación siempre la he tenido: la de avanzar hacia algo distinto que (por mucho que cambien los tiempos) entendemos que es una forma especial de utilizar la tecnología. De esas conversaciones con otros compañeros de medios que ahora sustituyen al café con amigos, de esos momentos de empujones en salas de prensa para poder probar antes que nadie la nueva quintaesencia de la compañía, que antes utilizaba para apartar a la gente que andaba en mi dirección contraria.

 

Solo son ordenadores, o una marca... y qué mas da. No hay nada más aburrido que justificar lo intangible, que buscar explicaciones cuando no se necesitan. Sólo es un viaje, sólo es un icono, sólo una conversación. Son los “yo no necesito tanto”, las sonrisas cuando alguien nos pide consejo sobre el modelo - y no la marca -, el ponernos los auriculares blancos cuando todos eran de otro color.

 

Esa sensación de mirar la vista atrás, y de vernos todos conectados.

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