Las recreativas lo dominaban todo, las había de todas las formas y colores imaginables y te las encontrabas en los rincones más inhóspitos: chiringuitos de playa –de eso quizás hable otro día, que buenos calambrazos pegaban esas máquinas estando descalzo–, tabernas de viejos, restaurantes… ¡Hasta Port Aventura tenía cuatro pabellones gigantes dedicados a las recreativas!

 

Poco a poco todo esto se fue diluyendo, los salones recreativos se esfumaron de la noche a la mañana como las tiendas de los cigarros electrónicos y este tipo de ocio tomó dos caminos divergentes con un tipo de público totalmente distinto: Las videoconsolas y el PC (algunos somos de ambas, pero no todos son tan “enfermos” o tienen tanto tiempo libre).

 

Esta separación supongo que se debe quizás en parte a la capacidad multijugador del PC y la experiencia más individualista que ofrecían las consolas, pues internet tardó muchísimo tiempo en llegar (y mejor dejarlo así dadas las conexiones paupérrimas de 56kbps que teníamos antaño). Unos se refugiaban en los nuevos recreativos (los “ciber” y su Half-Life/Counter Strike) y otros con la Playstation. Pasaron muchos años en los que jugando éramos cuatro gatos como quien dice hasta que todo se convirtió en una mezcla voraz de soportes que compiten brutalmente no solo por hacerse un hueco, sino por aplastar a la competencia y en la que los pc’s son consolas, las consolas son pc’s y la gente acabará jugando al Candy Crush con un casco en la cabeza. El mundo de los videojuegos se fijó en el cine, el cine en los videojuegos y ahora son compañeros de cama; puedes aburrirte en un videojuego viendo cinemáticas hasta hartarte y puedes ver una película pensando que estás jugando al Gears of war y es en ese momento cuando piensas en videojuegos como “Jurassic Park” de Megadrive o “Wayne’s World” de SNES y los admiro. Admiro que cada uno fuese a lo suyo respetando sus ritmos, mimando los aspectos que eran su sello de identidad a costa de sacrificar otros menos importantes. Tenía su mérito.

 

Un call of duty todos los años. A mí me da pereza. ¿Hasta qué punto se ha banalizado el ocio tecnológico actual que hasta se ha tenido que mancillar lo retro? ¿Cómo la globalidad y el auge de los videojuegos están transformando este mundo? Ahora la gente no siempre juega para divertirse y diría que son más los que lo hacen para ganar dinero, para conseguir popularidad y lograr la fama en Internet. Hay quienes juegan al Counter Strike para conseguir unas cajas que se dropean y poder sacar unos euros. Podríamos hablar también de los esclavos del World of Warcraft o de la partida simultánea en Twitch a Pokemon de un millón de jugadores (en un solo emulador) pero para qué…

 

Twitch, Youtube. El concepto de jugar para que te vean; siempre online, siempre streaming, mantente mainstream. Con lo divertido que era atascarte en el día del tentáculo y tras pasar una semana de sufrimiento rogarle a algún compi que te pasase la solución en un papel.

 

¿Tienes hoy en día problemas en algún juego? En 1 minuto tienes la solución en Youtube. Eso es usar aimbot.

 

Ante este recargado y abrumador panorama donde uno se estresa por elegir una consola u otra más que por elegir una carrera me gusta echar la vista atrás y recordar uno de los mejores momentos que pasaba (y pasaré) con esto de los videojuegos: Mis hermanos, mi primo y yo, los cuatro en la cocina, de pie, con la Nintendo 64 casi nueva, jugando todos al Mario Kart en una pantalla de 8” (sí, las típicas que encontrábamos en cualquier cocina) con la pantalla partida en cuatro y con las cabezas pegadas mientras le rebuznábamos a la pantalla y nos dábamos collejas. Con dos pulgadas nos sobraba.

 

Quizás por eso me compre la Wii y pienso comprarme la WiiU (¿es en este punto donde tengo que decir que no me paga Nintendo?), porque me junto con los míos, todos estos que disfrutamos de todos estos títulos de violencia indiscriminada, GTAs y demás y por un momento nos trasladamos a aquella época donde estamos todos juntos disfrutando en un mismo salón, riendo, simplemente disfrutando y jugando. Sin que nadie nos mire o

nos juzgue.