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uando Steve Jobs volvió a Apple a finales de 1997 tenía muy clara una cosa: sólo se debía apostar por caballos ganadores. Esto quería decir que la compañía iba a desprenderse de ciertos bienes históricos –incluso de actitudes– que durante muchos años eran clave en la compañía. Era necesaria una evolución, y el mundo de la tecnología al que se enfrentaba el gigante de Cupertino estaba cambiado a otra velocidad: era momento de fijar la velocidad de persecución.

 

Los productos ganadores sólo son los excepcionales, pero no tienen por qué ser los más avanzados técnicamente. Un claro ejemplo fue la muerte del Newton, un PDA que significó la entrada al mercado de los dispositivos móviles para Apple... demasiado pronto. Ni el mercado estaba preparado para un producto así, ni los consumidores lo veían como un objeto vital en su día a día, simplemente porque no conectaba con nada más. Era algo sorprendente, pero también aislado. Y me imagino a Jobs revisando esta panorámica y dando con la palabra mágica: ecosistema.

 

Canceló los acuerdos de licencia a terceros de Mac OS. El software es el corazón de cualquier producto de su compañía y nadie lo haría mejor que ellos. Ahora faltaba por encontrar un producto que rompiera la lanza de cara al público y que cautivara al mundo. Se llamaba iMac, y fue el comienzo del ordenador que marcó un cambio: un rumbo estético, una actitud nueva –rechanzando la popular disquetera en favor del USB– y un golpe en la mesa. El nuevo reino ya tenía a su rey.

 

Más allá de la continuidad de la gama iMac, la transformación del PowerMac y sus distintos accesorios, el siguiente movimiento estaba claro para conseguir una cohesión clara entre tus productos: un dispositivo móvil. Abriendo el cajón donde se guardó el Newton, el objetivo era no ser ambicioso. Conseguir un "todo en uno" portátil como quería la Apple de mediados de la noventa era un suicidio. Había que entrar en los bolsillos poco a poco, con algo de gran impacto que a todos les fuera familiar: la música. Llegó el iPod, y con él, la posibilidad de llevarnos un trocito del Mac de casa en el bolsillo. Era el comienzo de un sueño y todos los aficionados del mundo Apple lo sabíamos. Y eso que nos pilló por sorpresa.

 

El iPhone y el iPad fueron dos pasos lógicos dentro de la evolución tecnológica no sólo de la empresa, también de la propia sociedad, y consiguieron acabar el trabajo que empezó en 2001 el dispositivo musical de Apple. Alejar a la gente del ordenador para tareas que jamás se habían hecho fuera del escritorio. La era post-PC aterrizaba, y la compañía había conseguido crear en el camino dos sistemas operativos entrelazados que comunicaban ambos mundos: iOS y OS X, una misma base y dos enfoques muy distintos.

 

Podrán llegar nuevos dispositivos. Y con esto Apple ampliará no sólo la gama de productos, sino también la sola extensión que compone todo el dominio de la empresa, que no es otro que un sistema cohesionado con distintas ventanas desde donde entrar: un ordenador, un móvil, un reloj o un tablet. Y lo que venga en el futuro. También obligará a una reestructuración en la forma en que se presentan los productos, que típicamente vemos en ciclos: marzo para los productos nuevos, junio para la conferencia de desarrolladores, septiembre para iPhone y iPad.

 

Es importante contar con una perfecta iteración de estos ciclos, una parte tan importante del ecosistema como los productos que lo componen: se deben alimentar unos a otros con características que se complementen, con sistemas operativos alineados y que ofrezcan una experiencia conjunta, novedosa y –por qué no– asombre de nuevo al consumidor.

 

Hablamos de Apple, un reino complicado a veces, con sus momentos álgidos y otros en los que se espera el siguiente movimiento, pero que ha sabido cambiar y adaptarse al mundo y a lo que le pedía. La velocidad ya sólo es para los que tienen prisa por llegar antes. Ellos, prefieren ser los que definan las nuevas categorías.

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