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a llegada de las tiendas de aplicaciones, fue la auténtica transformación de los cambios que estamos viviendo hoy en día. La llegada del iPhone en 2007 fue el comienzo de un camino que nadie tenía muy claro – ni siquiera Apple – porque la tecnología llegó madura al mercado pero los objetivos estaban aún por descubrirse. En el caso de los móviles, las empresas llevaban años de aproximaciones que nunca se materializaban. Lo que convierte un producto en histórico: el calado entre la gente ajena a la propia tecnología.

 

El oleaje de todo aquello nunca llegaba con fuerza a la costa, y todo se quedaba en la deriva donde anclan los “techies”: el resto de personas sólo tenían teléfonos, porque sólo lo usaban para llamar, y para enviar algún mensaje. Tampoco necesitaban más, o eso nos decían.

 

Convencer a alguien de que necesita algo que aún no existe no se logra a través de especificaciones, ni de trasladar los modelos de escritorio a los bolsillos: se trataba de transformar lo que utilizábamos para que las herramientas fueran más útiles, más cercanas. Más fáciles de utilizar. Apple sabía esto y, en plena euforia de los teléfonos móviles, no lanzó ninguno. Se reservaba para algo más – un siguiente paso – porque ellos, como compañía pionera de “conexión” entre la tecnología y el usuario, posiblemente también pensaban que esos teléfonos sólo servían para llamar y poco más.

 

Steve Jobs presentó el iPhone y las posibilidades comenzaron a llover en muchas cabezas, pero de una aproximación tan grande, de repente un frenazo: las aplicaciones sólo podían ser web y de las nativas se encargaban ellos. Fue la comunidad de programadores “underground” la que creó el primer repositorio de aplicaciones no-oficiales, y la compañía se dio cuenta de ello. Con iPhone OS 2 Apple corrigió el rumbo y acertó en la forma de llevarlo a cabo: la instalación de cualquier aplicación era sólo cuestión de pocos clicks. Nadie tenía que saber nada ni de software, ni de hardware para llevarlo a cabo, y los precios eran muy asequibles.

 

Jobs fue el primer responsable de que los precios de la App Store sean lo que son. Los primeros desarrolladores que ponían aplicaciones en la tienda querían venderlas por las cantidades que ponían en las versiones de escritorio, pero aquello no iba a funcionar en los teléfonos inteligentes: una aplicación podría ser igual de potente que la de escritorio, pero el usuario tenía la percepción de que la experiencia era “menor” en el móvil. Para paliar ese efecto, muchas de ellas no superaban el dólar en la salida, lo que consiguió que la gente entrara en las tiendas de aplicaciones y las utilizara, en muchos casos, comprando el primer software que compraban – legalmente me refiero – en su vida.

 

Las App Store son las que marcan la longevidad de un producto. Hoy no se puede concebir ningún producto “inteligente” sin acceso a un repositorio de este tipo, y Apple lidera desde hace años las tiendas on-line de software. La última en llegar – la del nuevo Apple TV – es el mejor ejemplo de ello. Un dispositivo que antaño era algo concreto, definido para ciertos usos e incluso catalogado como “hobby” por Jobs, se ha convertido en la posible gran conquista de Apple: nuestro salón. La mayor pantalla de todas, la que conocemos mejor que ninguna y la que siempre hemos olvidado, por las que llevábamos en el bolsillo.

 

El siguiente paso es la interconexión de aplicaciones de distintos dispositivos, la capacidad de compartir, comunicarse y aportar diferentes puntos de vista o características que un producto sólo no puede ofrecer. El objetivo de Apple se ha hecho realidad: hoy todos somos techies, y por fin, nadie está a la deriva de la tecnología.

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