un ordenador para millones
V

uando pensamos en Apple nos imaginamos un férreo ADN de compañía que es la que ha catapultado su éxito. Fue una de las causas que casi hace que desaparezca a mediados de los 90, cuando la compañía era una lucha de egos y malas ideas caracterizadas por algo tan sencillo como no tener una buena filosofía y un camino definido de a dónde quieren ir y cómo quieren ser como empresa. Esto, que nos suena más a profundos estatutos corporativos, no es más que la impregnación del carácter de sus líderes –y empleados– que en algún momento han sido considerado genios, o visionarios.

 

Jeff Raskin ha sido –para mí– una de las personas más importantes en la historia de Apple por muchos motivos. El principal es que él solo fue capaz de agitar la conciencia del mundo informático desde sus pilares: empezando como ayudante adjunto de su profesor en la universidad y más adelante, el encargado de crear el primer manual de programación en BASIC del Apple II. Como el ordenador en el que trabajaba sólo mostraba 40 columnas y eso le parecía incómodo a nivel de interfaz de usuario, él mismo diseñó su propia tarjeta gráfica para mejorar la representación por pantalla. Imagínalo.

 

Raskin era un hombre fascinante. Estudió las dos carreras más dispares que se nos pueden ocurrir, matemáticas y filosofía, lo que le daba una perspectiva fantástica para dos cosas: entender pensamiento abstracto y racionalizarlo con sentimientos y además, analizar la lógica matemática de las cosas. Hay un claro ejemplo en la tesis que eligió hacer: una aplicación musical. Estamos hablando de finales de los años 60, cuando la informática era considerada poco más que una locura en la cabeza de científicos –al menos para el gran público–. Una aplicación musical combina muchas cosas: ingeniería de software para llevarla a cabo, y sensibilidad para entender que una máquina fría y gris como era la de aquellos momentos, puede ser una fuerza creativa. Como lo son hoy en día.

 

Él entendía el potencial de la informática pero era plenamente consciente de que no era aún para todo el mundo. En su ensayo “Computer by the Millions”, Raskin especula con una máquina capaz de saltarse ciertas barreras de los productos de la época y ponerse del lado del usuario. Un usuario que –hay que tenerlo siempre presente– en aquel momento no sólo no existía aún sino que apenas se consideraba. Sacar un ordenador de los laboratorios hacia un hogar era considerado prácticamente un experimento social. Y él quería jugar.

 

Imagino la cara de Steve Jobs cuando este genio loco entró en su despacho para convencerlo sobre un proyecto que se alejara de lo convencional. Debía ser algo distinto a lo que hay en el mercado pero aprovechando el conocimiento y la experiencia no sólo en la ingeniería de los dispositivos, también quería convertirlo en una pequeña pieza de arte. Sensible al usuario, a sus necesidad, a la necesidad de conectar con “el resto de nosotros” –fuera del círculo científico– y con la capacidad de cambiar la sociedad.

 

Lo que no es muy conocido es que el proyecto original de Raskin era más similar a una tablet, tal como las conocemos hoy en día, que a un ordenador. Contaba con disquetera, pantalla de nueve pulgadas y un intérprete de texto que lanzaba las aplicaciones dependiendo de lo que el usuario estuviera escribiendo. Cuando Jobs entró en el proyecto, lo convirtió en un ordenador pero con la interfaz de usuario que estaban desarrollando junto a los ingenieros contratados de Xerox. El futuro conocería esta máquina como Macintosh, y la historia de Apple acababa de ganar otra leyenda.

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